Don Máximo,“El Maestro de mi Padre”

Don Máximo Puerta Ochoa, fue Maestro de mi Padre en Torrecilla en Cameros, de él  siempre me decía, con ojos humedecidos, que era un buen hombre. Creo que fue el culpable de que mi Padre, nos inculcara, el respeto hacia nuestros Maestros, y cuando me castigaban, siempre me decía que algo habría hecho yo para merecer tal trato.                                                                                                                                                                                             Nacido en Autol (La Rioja), sacó la carrera de maestro por correspondencia y su gran pasión eran las clases nocturnas para adultos. Su familia la componían, su mujer Isidra, sus dos hijos y por lo que yo veía en mi Padre, la mayoría de sus alumnos.                                                                                                                                                                                                                                     Por lo que me contó mi Padre, un triste día del mes de Julio de 1936, lo detuvieron en clase, delante de sus alumnos, cuando él tenía once años.                                                                         Con el paso del tiempo se supo que fue ejecutado, junto con cuatro personas más (Pedro, Félix, Emilio, y Serafín), vecinos de Torrecilla, en la carretera de Navarra, Km 3, término de Viana (Navarra), el 29 de julio de 1936.

En el Registro Civil de Logroño, y en el Archivo de la Cruz Roja, se registran detalles del fatal desenlace, recogidos por Antonio Hernández García, en el tomo 1 pag.261 y 264, de su trilogía «La represión en La Rioja durante La Guerra Civil», publicado en Logroño en 1984:

*Tomo 79 del Registro Civil de Logroño. Inscripción 207. Corresponde a  inscripción 222, de este tomo.Máximo Puerta. Jersey blanco, americana negra, pantalón mil rayas, zapatos color crema, sin documentación. Fue encontrado muerto a unos 200 metros más hacia Logroño, al lado derecho de la carretera de Viana, el 30 de Julio de 1936.                                                                                                                                                                                                                   *Tomo 79 del Registro Civil de Logroño. Inscripción 222. Corresponde a  inscripción 207, tomo 79. Máximo Puerta Ochoa, de 31 años, natural de Autol y domiciliado en Torrecilla, hijo de Luciano y Eulalia, maestro nacional. Casado con Isidra Ortíz, de quien deja 2 hijos. Fue encontrado muerto a unos 200 metros más hacia Logroño, al lado derecho de la carretera de Viana, el 30 de Julio de 1936.

Vaya este relato, perteneciente al libro  “Corazón”, de  Edmundo De Amicis, que tanto leía a sus alumnos en clase y que tanto marcó a mi Padre, en memoria y homenaje a Don Máximo y a todos aquellos Maestros que dieron su vida e hicieron, hacen y a buen seguro harán que su vocación sirva para seguir formando hombres buenos.

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Escuela de pueblo en 1848, obra de Albert Anker, (1896).

“El Maestro de mi Padre”

Martes, 11 Abril.

¡Qué viaje tan hermoso hice ayer con mi padre! He aquí cómo. Anteayer, al comer, leyendo el diario, mi padre saltó de repente con una exclamación de maravilla. Luego añadió:

-¡Y yo que lo creía muerto hacía veinte años! ¿Sabéis que todavía vive mi primer maestro de escuela, Vicente Crosetti, que tiene ochenta y cuatro años? Ve que el ministro le ha dado la medalla al mérito por sesenta años de enseñanza. Sesenta años… ¿lo entendéis? Y no hace más que dos que ha necesitado dejar de dar clase. ¡Pobre Crosetti! Vive a una hora de ferrocarril de aquí, en Condove, el pueblo de nuestra antigua jardinera de la quinta de Chieri. –Y añadió-: Enrique, iremos a verlo.

Y en toda la tarde no habló más que de él.

Y el nombre de su maestro de escuela le traía a la memoria cosas de cuando era muchacho, de sus primeros compañeros, de su madre ya difunta.

-¡Crosetti! –exclamaba-. Tenía cuarenta años cuando yo iba a la escuela. Me parece estar viéndolo. Un hombrecillo un poco encorvado ya, con los ojos claros y la cara siempre afeitada. Severo, pero de buenas maneras, que nos quería como un padre, sin dejarnos pasar nada. A fuerza de estudio y privaciones había llegado a maestro, desde trabajador de campo. Un hombre honrado. Mi madre le profesaba gran afecto y mi padre lo trataba como a un amigo. ¿Cómo ha ido a parar a Condove desde Turín? No me reconocerá ciertamente. No importa. Lo reconoceré yo. Han pasado cuarenta y cuatro años. ¡Cuarenta y cuatro años! Enrique, iremos a verlo mañana.

Ayer, por la mañana, a las nueve, estábamos en la estación de Susa. Yo habría querido que Garrone nos acompañara, pero no pudo, porque tiene a su madre enferma. Era una hermosa mañana de primavera. El tren corría por entre verdes prados y setos floridos, se sentía un aire cargado de olores. Mi padre estaba contento, y a cada paso me echaba un brazo al cuello y me hablaba como a un amigo, mirando al campo.

-¡Pobre Corsetti! –decía-. Él es el primer hombre que me quiso después de mi padre. No he olvidado nunca ciertos buenos consejos suyos, ni tampoco algunos reproches desabridos que me hacían volver a casa con el corazón triste. Tenía las manos gruesas y pequeñas. Aún lo estoy viendo entrar en la escuela: ponía su bastón en un rincón, colgaba su capa en la percha, siempre con los mismos movimientos. Todos los días el mismo humor, concienzudo, atento y lleno de cariño, como si siempre fuera la primera vez que diera clase. Lo recuerdo como si ahora mismo me gritase: “¡Bottini, eh, Bottini! El dedo índice y el medio sobre la pluma”. ¡Cómo habrá cambiado después de cuarenta y cuatro años!.

Apenas llegamos a Condove fuimos en busca de nuestra antigua jardinera de Chieri, que tiene una tenducha en una callejuela. La encontramos con sus muchachos, nos recibió con

mucha alegría, nos dio noticias de su marido, que debe de volver de Grecia, donde está trabajando hace tres años, y de su primera hija, que está en el Instituto de Sordomudos, en Turín. Luego nos señaló la calle para ir a casa del maestro, a quien todos conocen.

Salimos del pueblo y tomamos un caminito en cuesta, flanqueado de setos en flor.

Mi padre no hablaba; parecía totalmente absorto en sus recuerdos, y tan pronto sonreía como sacudía la cabeza.

De repente me detuvo, y dijo:

-Ahí está; apostaría cualquier cosa a que es él.

Venía bajando hacia nosotros, por el caminillo, un viejo pequeñito, de barba blanca, con ancho sombrero y apoyado en su bastón: arrastraba los pies y le temblaban las manos.

-Él es –repitió mi padre, apurando el paso.

Cuando estábamos cerca nos detuvimos. El anciano también se detuvo y miró a mi padre. Todavía tenía la cara fresca y los ojos claros y vivos.

-¿Es usted –preguntó mi padre, quitándose el sombrero- el maestro Vicente Crosetti?

el anciano también se quitó el sombrero, y respondió:

-Yo soy –con voz algo temblorosa, pero llena.

-Pues bien –dijo mi padre, tomándole la mano-. Permita a un antiguo discípulo estrecharle la mano y preguntarle cómo está. He venido de Turín para verlo a usted.

El anciano lo miró asombrado. Después dijo:

-Es demasiado honor para mí… No sé… ¿Cuándo ha sido mi discípulo? Perdóneme si se lo pregunto. ¿Cuál es su nombre, por favor?

Mi padre le dijo su nombre, Alberto Bottini, el año en que había ido a su escuela y dónde, y añadió:

-Usted no se acordará de mí, es natural. ¡Pero yo lo reconozco a usted tan bien…!.

El maestro inclinó la cabeza y se puso a mirar al suelo, pensando y murmurando por dos o tres veces el nombre de mi padre, el cual, entretanto, lo miraba sonriente.

De pronto el anciano levantó la cara con los ojos muy abiertos y dijo con lentitud:

-¡Alberto Bottini! ¿El hijo del ingeniero Bottini…? ¿Aquél que vivía en la plaza de la Consolación?

-El mismo –respondió mi padre, tomándole las manos.

-Entonces… -dijo el anciano-. Permítame, querido señor, permítame –y habiéndose adelantado, abrazó a mi padre. Su cabeza blanca apenas le llegaba al hombro. Mi padre apoyó las mejillas sobre su frente.

-Tenga la bondad de venir conmigo –dijo el maestro.

Y sin hablar, se volvió y emprendió el camino hacia su casa. En pocos minutos llegamos a una era, delante de una casa pequeña con dos puertas, una de ellas blanqueada alrededor.

El maestro abrió esta última y nos hizo entrar en un cuarto. Cuatro paredes blancas. En un rincón un catre de tijera con colcha de cuadritos blancos y azules; en otro, la mesita con una pequeña biblioteca; cuatro sillas y un viejo mapa clavado en la pared. ¡Qué olor tan rico a manzanas!

Nos sentamos los tres. Mi padre y el maestro se estuvieron mirando en silencio un momento.

-¡Bottini! –exclamó el maestro, fijando su mirada sobre el suelo de ladrillos, donde el sol pintaba un tablero de ajedrez-. ¡Oh!, me acuerdo bien. ¡Su señora madre era una señora tan buena…! Usted en el primer año estuvo una temporada en el primer banco de la izquierda, cerca de la ventana. ¡Vea usted si me acuerdo! Me parece que estoy viendo su cabeza rizada. –Luego se quedó un rato pensativo-. ¡Era un muchacho vivo…! ¡Vaya! ¡Mucho! El segundo año estuvo enfermo de crup. Me acuerdo cuando volvió usted a la escuela, delgado y envuelto en un chal. Cuarenta años han pasado, ¿no es verdad? Ha sido usted muy bueno acordándose de su maestro. Han venido otros en años anteriores a buscarme, antiguos discípulos míos, un coronel, sacerdotes, varios señores.

Preguntó a mi padre cuál era su profesión. Después dijo: Hacía tanto tiempo que no venía a nadie, que tengo miedo de que usted sea el último.

-¡Quién piensa en eso! –exclamó mi padre-. Usted está bien y es robusto. No debe decir semejante cosa.

-¡Eh, no! –respondió el maestro-. ¿No ve usted este temblor? –y mostró la mano-. Ésta es mala señal. Me atacó hace tres años, cuando todavía estaba en la escuela. Al principio no hice caso, me figuré que pasaría. Pero, al contrario, fue creciendo. Llegó un día en que no podía escribir. ¡Ah! Aquel día, la primera vez que hice un garabato en el cuaderno de un discípulo, fue para mí un golpe mortal. Aún seguí adelante algún tiempo, pero al fin no pude mas, y después de sesenta años de enseñanza tuve que despedirme de la escuela, de los alumnos y del trabajo. Me costó mucha pena. La última vez que di clase me acompañaron todos hasta casa y me festejaron mucho; pero yo estaba triste y comprendí que mi vida había acabado. El año anterior había perdido a mi mujer y a mi hijo único. No me quedaron más que dos nietos, ambos labradores. Ahora vivo con algunos cientos de liras que me dan de pensión. No hago nada, y me parece que los días no concluyen nunca.

Mi única ocupación consiste en hojear mis viejos libros de escuela, colecciones de periódicos escolares y algún libro que me regalan. Allí están –dijo, señalando a la pequeña biblioteca-, allí están mis recuerdos, todo mi pasado… ¡No me queda más en el mundo!

Luego, cambiando de improviso, dijo alegremente:

-Voy a darle a usted una sorpresa, querido señor Bottini.

Se levantó y acercándose a una mesa abrió un cajoncito largo que contenía muchos paquetes pequeños, atados todos con un cordón, y con una fecha escrita de cuatro cifras. Después de buscar un momento, abrió uno, hojeó muchos papeles, sacó uno amarillo y se lo presentó a mi padre. ¡Era un trabajo suyo de hacía cuarenta años! En la cabeza había escrito lo siguiente: “Alberto Bottini. Dictado. 3 de abril de 1838”. Mi padre al momento reconoció su letra, gruesa, de chico, y se puso a leer, sonriendo. Pero de pronto se le nublaron los ojos. Yo me levanté para preguntarle qué tenía.

Me pasó un brazo alrededor de la cintura, y apretándome contra él, me dijo:

-Mira esta hoja. ¿Ves? Estas son las correcciones de mi pobre madre. Ella siempre me duplicaba las “eles” y las “erres”. Las últimas líneas son todas suyas. Había aprendido a imitar mi letra, y cuando estaba cansado y tenía sueño terminaba el trabajo por mí. ¡Santa madre mía!.

Y besó la página.

-He aquí –dijo el maestro, enseñando los otros paquetes- mis memorias. Cada año ponía aparte un trabajo de cada uno de mis discípulos, y aquí están numerados y ordenados. Muchas veces los hojeo, y así, al pasar, leo una línea de uno, otra línea de otro, y vuelven a mi mente mil cosas, que me hacen resucitar tiempos idos. ¡Cuántos años han pasado, querido señor! Yo cierro los ojos y empiezo a ver caras y más caras, clases y más clases, cientos y cientos de muchachos, de los cuales Dios sabe cuántos han muerto ya. De muchos me acuerdo bien. Me acuerdo bien de los mejores y de los peores, de aquellos que me han dado muchas satisfacciones y de aquellos que me hicieron pasar momentos tristes. Los he tenido verdaderamente endiablados, porque en tan gran número no hay más remedio. Ahora, usted lo comprende, estoy ya como en el otro mundo, y a todos los quiero por igual.

Se volvió a sentar tomando una de mis manos entre las suyas.

-Y de mí –preguntó mi padre, riéndose-. ¿No recuerda ninguna travesura?

-¿De usted, señor? –respondió el anciano, con la sonrisa también en los labios-. No, por el momento. Pero no quiere esto decir que no me las hiciera. Usted tenía, sin embargo, juicio y era serio para su edad. Recuerdo el cariño tan grande que le tenía a su señora madre… ¡Qué bueno ha sido y qué atento al venir a verme aquí! ¿Cómo ha podido dejar sus ocupaciones para llegar a la pobre morada de un viejo maestro?.

-Oiga, señor Crosetti –respondió mi padre con viveza-. Recuerdo la primera vez que mi madre me acompañó a su escuela. Era la primera vez que debía separarse de mí por dos horas y dejarme fuera de casa, en otras manos que las de mi padre, al lado de una persona desconocida. Para aquella buena criatura, mi entrada en la escuela era como la entrada en el mundo, la primera de una larga serie de separaciones necesarias y dolorosas; era la sociedad que le arrancaba por primera vez al hijo para no devolvérselo jamás por completo. Estaba conmovida, y yo también. Me recomendó a usted con voz temblorosa y luego, al irse, me saludó por la puerta entreabierta, con los ojos llenos de lágrimas. Precisamente en aquel momento usted le hizo un ademán con una mano, poniéndose la otra sobre el pecho, como para decirle: “Señora, confíe en mí”. Pues bien, aquel ademán suyo, aquella mirada, por la cual me di cuenta de que usted había comprendido todos los sentimientos, todos los pensamientos de mi madre; aquella mirada, que quería decir: “¡Valor!”; aquel ademán, que era una honrada promesa de protección, de cariño y de indulgencia, jamás los he olvidado; me quedaron grabados en el corazón para siempre. Aquel recuerdo es el que me ha hecho salir de Turín. Heme aquí, después de cuarenta y cuatro años, para decirle: Gracias, querido maestro.

El maestro no respondió: me acariciaba los cabellos con la mano, la cual temblaba saltando de los cabellos a la frente, de la frente a los hombros.

Entretanto, mi padre miraba aquellas paredes desnudas, aquel humilde lecho, un pedazo de pan y una botellita de aceite que tenía sobre la ventana, como si quisiese decir: “Pobre maestro, después de sesenta años de trabajo, ¿es éste tu premio?”.

Pero el buen viejo estaba contento, y comenzó de nuevo a hablar con viveza de nuestra familia, de otros maestros de aquellos años, de los compañeros de escuela de mi padre, el cual se acordaba de algunos, pero de otros no; el uno daba al otro noticias de éste o aquél. Mi padre interrumpió la conversación para suplicar al maestro que bajase con nosotros al pueblo para almorzar. Él contestó con espontaneidad:

-Se lo agradezco, muchas gracias.

Pero parecía indeciso.

Mi padre, tomándole ambas manos, le suplicó una y otra vez.

-¿Pero cómo voy a arreglarme –dijo el maestro- para poder comer con estas pobres manos, que siempre están bailando de este modo? ¡Es un martirio para los demás!

-Nosotros lo ayudaremos, maestro –dijo mi padre.

Aceptó, moviendo la cabeza y sonriendo.

-¡Hermoso día! –dijo, cerrando la puerta de fuera-. ¡Un día hermoso, querido señor Bottini! Le aseguro que me acordaré mientras viva.

Mi padre dio el brazo al maestro, éste me tomó de la mano, y bajamos por el caminito. Encontramos dos muchachitas descalzas que conducían vacas, y a un muchacho que pasó corriendo con una gran carga de paja al hombro. El maestro nos dijo que eran dos alumnas y un alumno de segunda, que por la mañana llevaban las bestias al pasto y trabajaban en el campo, y por la tarde se ponían los zapatitos e iban a la escuela.

Era ya cerca del mediodía. No encontramos a nadie más. En pocos minutos llegamos a la posada, nos sentamos ante una gran mesa, el maestro en el centro, y empezamos enseguida a almorzar. La posada estaba silenciosa como un convento. El maestro rebosaba de alegría, y la emoción aumentaba el temblor de sus manos; casi no podía comer. Pero mi padre le partía la carne, le preparaba el pan y le ponía la sal en los manjares. Para beber era necesario que tomase el vaso con las dos manos, y aún así golpeaba contra los dientes. Charlaba mucho, con calor, de los libros de lectura, de cuando era joven, de los honorarios de entonces, de los elogios que los superiores le habían otorgado, de los reglamentos de los últimos años, sin perder su fisonomía serena, más encendida que en un principio, con la voz alegre y la cara animada de un muchacho.

Mi padre no se cansaba de mirarlo, con la misma expresión con que a veces lo sorprendo yo cuando me mira en casa, pensando y sonriendo a solas, con la cabeza algo inclinada hacia mi lado. Al maestro se le volcó el vino sobre el pecho, y mi padre se levantó y le limpió con la servilleta.

-¡No, eso no, señor, no lo permito! –decía riéndose.

Pronunciaba algunas palabras en latín. Al fin, levantó el vaso, que le bailaba en la mano, y dijo con mucha seriedad:

-¡A su salud, querido señor ingeniero, a la de sus hijos y a la memoria de su buena madre!-

¡A la salud de usted, mi buen maestro! –respondió mi padre, apretándole una mano. En el fondo de la habitación estaban el posadero y otros, que parecían gozar con aquella fiesta en honor del maestro de su pueblo.

Pasadas ya las dos, salimos, y el maestro se empeñó en acompañarnos a la estación. Mi padre le dio el brazo otra vez, y él me tomó de nuevo de la mano. Yo le llevaba el bastón. La gente se detenía a mirar, porque todos lo conocían; algunos lo saludaban. Al llegar a cierto punto del camino, oímos muchas voces que salían de una ventana, como de muchachos que leían juntos. El anciano se detuvo y pareció entristecerse.

-He ahí, querido señor Bottini –dijo-. Lo que me da pena: oír la voz de los muchachos en la escuela, y no estar con ellos, y pensar que está otro. He escuchado sesenta años seguidos esta música, y mi corazón estaba hecho a ella. Ahora estoy sin familia. Ya no tengo hijos.

-No, maestro –le dijo mi padre, reanudando la marcha-. Usted tiene ahora muchos hijos esparcidos por el mundo, que se acuerdan de usted como me he acordado yo siempre.

-No, no –respondió el maestro, con tristeza-, ya no tengo escuela, ya no tengo hijos; y sin hijos no puedo vivir más. Pronto sonará mi última hora.

-No diga eso, maestro, no lo piense –repuso mi padre-. De todos modos, ¡usted ha hecho tanto bien…! ¡Ha empleado su vida tan noblemente…!

El viejo maestro inclinó un momento su blanca cabeza sobre el hombro de mi padre, y me apretó la mano. Habíamos entrado ya en la estación. El tren iba a partir.

-¡Adiós, maestro! –dijo mi padre, abrazándolo y besándole la mano.

-¡Adiós, gracias, adiós! –respondió el maestro, tomando con sus temblorosas manos una de mi pare, que apretaba contra su corazón.

Luego lo besé yo. Tenía la cara mojada por las lágrimas. Mi padre me empujó hacia dentro del vagón, y en el momento de subir tomó con rapidez el tosco bastón que llevaba el maestro en su mano y en su lugar puso una hermosa caña, con puño de plata y sus iniciales, diciéndole:

-Consérvela en memoria de mí.

El anciano intentó devolvérsela y recobrar la suya, pero mi padre estaba ya dentro y había cerrado la portezuela.

-¡Adiós, mi buen maestro!

-Adiós, hijo mío –contestó él, mientras el tren se ponía en movimiento-, y Dios lo bendiga por el consuelo que ha traído a un pobre viejo.

-¡Hasta la vista! –gritó mi padre, con voz conmovida.

Pero el maestro movió la cabeza, como diciendo: “No, ya no nos veremos más”.

-Sí, sí –repitió mi padre-; hasta la vista.

El respondió, levantando su trémula mano al cielo:

-¡Allá arriba!

Y aún seguía en la misma actitud cuando, al correr del tren, dejamos de verlo.

Edmundo De Amicis, de su libro “Corazón”(1886).

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19 respuestas a Don Máximo,“El Maestro de mi Padre”

  1. PITI dijo:

    Emocionate y sobrecogedor relato del libro al que tu padre le tenía tanto cariño, y no me extraña pues la verdad es que al leerlo un profundo sentimiento te encoge el corazón. Gracias por el gran momento dispensado. Un abrazo.

  2. Gracias a ti por entender y comprender, lo que he querido expresar.
    Namasté

  3. Juanjo dijo:

    El relato del libro corazón es genial.Vaya injusticia la muerte de DON MAXIMO y otros muchos.
    A los maestros los valoramos más con el paso del tiempo.Abzos.

  4. Juanjo dijo:

    Genial el relato del libro corazón.
    A los maestros los valoramos más con el paso del tiempo.La muerte de DON MAXIMO una injusticia,como la muchos otros.
    Abrzos.

  5. Mercedes Ruiz dijo:

    Emocionan estas historias de personas que comprenden el Amor que un Maestro derrama a lo largo de su vida. Un Maestro es tan importante como lo es un Padre. Porque pule algo en nosotros que será definitivo en nuestra vida… Hay quien intenta eliminar a estas personas que nutren nuestra mente y ayudan a desarrollar nuestras cualidades para así manipular nuestra voluntad y deciden asesinar a quien tanto debemos la humanidad en su totalidad como Pitagoras…Jesus… y otros muchos anónimos… El Maestro aman a sus discípulos y a la propia enseñanza y es capaz de morir por ello. 🙏

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  6. Jose Luis Puerta dijo:

    Buenas noches, mi nombre es Jose Luis Puerta y soy nieto de Máximo Puerta Ochoa e hijo de Jose Luis Puerta Ortiz, su hijo y me gustaría tener alguna conversación al respecto de mi abuelo y a mi padre ya con 85 primaveras también, ya que son pocos los recuerdos que tiene de su padre.

    • Buenos dias José Luis:
      Ha sido muy grato para mi tener noticias de un descendiente de Don Máximo, pues mi Padre me enseñó a querer a todos los que se preocupan desinteresadamente por los demás, estén presentes o no, y en verdad te digo que por lo que me transmitió mi Padre, tu abuelo era una buena persona y muy querida por los que le conocían.
      Me gustaría seguir cambiando impresiones y si puedo darte algún dato que desconozcas, pues un placer.
      Namasté

  7. José Luis Puerta dijo:

    Pues la verdad a nosotros y sobre a mi padre, nos gustaría cambiar impresiones contigo y recordar algún dato que desconozcamos, que por desgracia serán muchos

    Muchísimas gracias por tu atención y un saludo.

    • José Luis, estoy a vuestra disposición para todo lo que pueda aportaros.
      Un abrazo. Namasté

      • Jose Luis Puerta dijo:

        He contestado a tu comentario pero no sé si lo he enviado o no. Estaríamos encantados de poder hablar contigo.
        Di con el blog por casualidad, tecleando el nombre lo descubrí, me sorprendió y me hizo mucha ilusión y no veas a mi padre como se emocionó

  8. Hola José Luis, os he enviado un correo para que podamos ponernos en contacto y estoy encantado de compartir la información que tengo.
    Namasté

  9. Hola Feliz año. Si no teimporta podemos otra vez retomar el contacto.

    Saludos.

  10. Me comentaste que me habías enviado un mail pero no he recibido ninguno
    Si tienes alguna información interesante de mi abuelo me gustaría que nos la facilitases
    Tengo una fotografía, la única de mi abuelo y si quieres te la puedo envia

    Esperando tu respuesta, un saludo

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