Una tragedia y un angel

Cupido en el puesto de observación, William-Adolphe Bouguereau

Cupido en el puesto de observación, obra de William-Adolphe Bouguereau

Una tragedia y un angel

I
Él tenía veinte años, la cabeza llena de sueños y el corazón de esperanzas.
Era poeta y tenía fe en la poesía.
En el género lírico estaba aún en la oda; respecto al dramático, sólo concebía la
tragedia; en sus raptos de inspiración juzgaba posible hasta el poema épico.
Se llamaba Antonio, y como habrán comprendido mis lectores, era un niño grande,
un verdadero inocente.

II
Cuando el rumor de los pasos de algún raro transeúnte despertaba los ecos de una calle muy estrecha de un barrio muy solo, tras el cierro de un balcón, más pintado de verde y más lleno de macetas de flores, se veía oscilar y levantarse el pico de una cortina blanca.
Junto al vidrio asomaba la cabeza rubia de una niña de quince años, la cual miraba con
curiosidad infantil a la persona que cruzaba la calle; y una vez satisfecha su curiosidad,
Volvía a dejar caer el pico de la cortina blanca, sin duda para proseguir su costura.
Esta cabeza era de ella.
Ella se llamaba Consuelo y parecía propiamente la crisálida de una mujer, un ángel.

III
Conocidos los dos principales actores, sólo nos resta añadir que la decoración de fondo del
teatro es una ciudad de provincia.

IV
De sus paseos solitarios y revolviendo en la cabeza los versos de su última obra, Antonio
tenía la costumbre de pasar diariamente por la calle del balcón de las flores.
Y constante al cierro del balcón, pensando lo que piensan a solas las muchachas de su
edad, Consuelo, como lo tenía por costumbre, diariamente levantaba el pico de la cortina
blanca, cuando pasaba Antonio.
La repetición de esta escena muda hubiera concluido por hacerse monótona a no comenzarla a animar algunos nuevos accidentes.
En efecto, a los pocos días, en cuanto Antonio entraba por el extremo de la calle, como las
anémonas se vuelven al sol y le siguen desde que nace hasta que se oculta, fijaba sus ojos en
el balcón de las flores, y andando y volviendo poco a poco la cabeza, no los apartaba hasta
doblar la esquina.
Por su parte, Consuelo, apenas oía aquellos pasos ya conocidos, levantaba el pico de la cortina blanca y, faltando en esto a la tradición, no la dejaba caer hasta que desaparecía Antonio.
¿A qué repetir a mis lectores y, sobre todo a mis lectoras la ya vulgar, en fuerza de conocida, frase de que también se habla con los ojos?
Basta decir que Antonio y Consuelo con los ojos se entendían; a más de aquello de «me gusta usted» y «a mí no parece usted mal», frases de cajón que constituyen el cristus del abecedario de las miradas, se decían otras muchas bagatelas por el estilo, como: «¡Está usted hoy más bonita que nunca!» «¿Por qué no pasó usted ayer?» «¡Cuánto envidio esas flores!» «Ya es usted bueno», etc., etc. El que tiene imaginación, ¡con qué facilidad saca de la nada un mundo!
El que verdaderamente está enamorado, ¡con qué poco se contenta!
Consuelo había deseado fijar el corazón de algún hombre y aquel escrúpulo de galanteo le
bastaba.
Antonio había querido encontrar una dama de sus pensamientos, una Laura o una Beatriz, y aquella ligera visión de mujer le satisfacía.
Ella soñaba dormida que oía continuamente sus pasos y que le veía cruzar no una sino mil
veces por la calle; y pararse en alguna ocasión; ¡y hasta enviarle un beso con la punta de los
dedos!
Él soñaba despierto que la seguían sus miradas, que percibía al roce de su traje, que al
escribir, la muy curiosilla, levantándose sobre las puntas de los pies y asomándose por cima
de su hombro, iba leyendo sus versos a medida que brotaban de la pluma, y sentía su
respiración y el cosquilleo de sus rizos que al inclinar la cabeza le tocaban en la frente. ¡Y con tan poca cosa los dos eran felices!
«Dichosa edad y dichosos tiempos aquellos, etc…» Aquí el lector puede colocar íntegro, si
le parece, el discurso que Don Quijote hizo a los cabreros ponderándoles las excelencias de la edad de oro.
Yo lo paso por alto para entrar a referir la última escena de este idilio único, que fue como
la primera nube en el horizonte de un cielo azul.
Se continuará.

Gustavo Adolfo Bécquer

El Entreacto 3 de diciembre, de 1870

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