“Vivimos en una época en la que ciertas cosas innecesarias son nuestras únicas necesidades.” Oscar Wilde
¿Quién se acuerda de Dorian Gray?
El retrato de Dorian Gray es una novela que apareció en Londres en 1891. Su
autor es Oscar Wilde, nacido en 1854, muerto en 1908.
Narra, resumidamente, lo que sigue:
Basilio, un pintor famoso, decide pintar la figura de Dorian Gray, hermosísimo
joven. Pretende plasmar para la eternidad la belleza y la juventud.
En un momento, Dorian Gray profiere la siguiente meditación, en relación con el
cuadro:
«—Me volveré viejo, horrible, espantoso… Pero la pintura permanecerá siempre
joven. No será nunca más vieja que en este día de junio… ¡Ah, si cambiáramos! Si
fuese yo el que tuviese que permanecer siempre joven y si esta pintura
envejeciera… ¡Por ello lo daría todo! No hay nada en el mundo que no diera yo…
¡Hasta mi alma!»
Esto nos recuerda el pacto con el diablo que hizo Fausto, ese personaje
legendario que Goethe supo dramatizar tan gloriosamente; un pacto de sangre para
permanecer joven y disfrutar de los placeres, a cualquier precio, incluso al precio de
perder el alma.
Esto sucede, aunque en otra dimensión, en la obra de Wilde. En ella la juventud
y el placer son los dos elementos prominentes. En Fausto, en cambio, es la
ansiedad por abarcar el infinito del mundo y no descansar nunca.
Dorian Gray quiere ser joven, porque eso significa permanecer bello. Otro ideal
no tiene. Es individualista. Está en contra de toda moral, porque la moral —dice—
es de la masa, es lo que todos quieren para que uno se reprima a sí mismo y sea
como todos. Él quiere ser él mismo, solamente él mismo, sin relación con nadie, sin
piedad por nadie.
En el camino de la vida se enamora de una actriz, le promete matrimonio.
Luego la ve actuar y su trabajo le disgusta profundamente. Se lo dice, y le expresa
con toda soltura, con toda la franqueza del que es uno mismo, que a partir de ese
momento la desprecia. La actriz se suicida.
El hombre no tiene sentimientos, sólo se ve a sí mismo en su juventud
esplendorosa que no se modifica.
Un día descubre, despavorido, que el cuadro que Basilio había hecho de su
persona, envejece y tiene dentro de su expresión el reflejo de todas las
deformidades del original.
El cuadro es su espejo. Espejo del alma. Habían pintado el cuerpo, pero ahora el
cuadro se sigue pintando a sí mismo. Lo que no se nota en el exterior de Dorian
Gray, va tomando imagen en el retrato.
Un día, ofuscado, irritado por esa obra maligna, Dorian invita a su casa a
Basilio, el pintor, y lo mata.
Así va de perversión en perversión, de crimen en crimen. Comete un crimen y a
la noche no tiene reparos en participar de grandes galas sociales y decir frases
inteligentes. Es el individuo que se ha quedado con la belleza, la juventud, pero sin
corazón, sin moral, sin el otro.
Finalmente enfrenta a ese cuadro que delata todos sus vicios, su vejez, su
decrepitud exterior e interior. Ahí está la verdad, toda la verdad.
Paradoja: el retrato ese es la verdad y él, el Dorian Gray físico, es una ficción.
Ahí está el retrato del alma, del vero hombre.
Dorian Gray no quiere tener alma, quiere ser exclusivamente cuerpo.
Enfurecido, decide suprimir a ese testigo infalible de su existencia, el retrato. Lo
apuñala. Pero cae muerto. Mató a su alma, es decir, se mató.
El adentro del afuera
A menudo recuerdo y releo esta historia de Dorian Gray.
Es de comienzos de siglo, es el vaticinio de este siglo, del hombre solo, que no
dispone de moralidad, porque no ve al otro. Narcisista al extremo, sólo se ve a sí
mismo, su cuerpo, su piel. Por dentro se va pudriendo en su propia depravación y
en la falta de sentido de su existencia.
Hoy es tiempo de revisar esta fábula y ver cuánto de ella hay en nosotros. Ni
masas ni individuos, debemos recuperar la relación humana, el ser con el otro,
persona a persona.
Ahí no se envejece nunca. Es al revés, el cuerpo se cubre de arrugas
superficiales, pero el alma rejuvenece en cada acto de amor, de caridad, de
reciprocidad, de ser alguien para alguien y re-cuperar el sentido de la vida.
Entonces se hace la primavera.
Elogio de la lasitud
Ahí está Dorian Gray, pero esta vez sin cuadro.
El engendro de Osear Wilde mantenía la juventud perpetua mientras el cuadro
del mismo personaje era el que iba envejeciendo y cubriéndose de arrugas y lacras
del tiempo y del alma.
Hoy Dorian Gray no dispone de cuadro alguno. El milagro lo realizan su cirujano,
y el maestro de gimnasia, y el maestro de eutonía, y el maestro de risa y sonrisa y
el maestro del cuento perpetuo.
Dorian Gray ni es ni existe. Está. Está mientras está en la vidriera para los
amigos, para la foto, para la eventual televisión de uso íntimo.
Si se arruga no está. Des-aparece. Como todo aparecido.
Luego, reaparece. Más joven que antes. Porque la tecnología progresa y Dorian
revive, sonriente, rebosante de optimismo, de buena voluntad, de amor a la
naturaleza, y de odio contra la capa de ozono que sigue agujereándose.
Liso, lisito.
Y sin embargo, en algún lugar, es otra la fotografía, otra la pintura. La
decadencia oculta ahí se registra, y está, y por más que se estire la piel no se
suprimirá.
Insisto, para no ser mal interpretado: somos seres complejos, hechos para el
bien, la verdad, la belleza, el sí mismo, el otro mismo, la soledad, la sociedad. Son
todas necesidades, y todas ellas requieren ser satisfechas. El que se dedica
únicamente a una de ellas se mutila, se distorsiona.
Jaime_Barylko, en su libro «Los hijos y los limites» (1995).